martes, 31 de mayo de 2011

EDUCACIÓN Y ÉTICA

Summary

    This article provides an interpretation of education which is conceived as an exercise eminently ethical aimed to rescue the memory of the victims of the forgotten who is them to condemn. Ethics is not intended in any case as a branch of philosophy but as the "first philosophy". Following this guideline faces the challenge that it is evil to an ethic that wants to be beyond the cultural relativisms. For the above chosen Auschwitz, not as a historical date, but as a symbol that gives to think (Ricoeur). Also is the contrast between "ethics" and "moral" prioritizing in the event of conflict between the two the first above the second. Same thing is done with the problematic relationship between the judiciary and the law favoring the first above the second.

Keywords
Education, ethics, morality and culture.


Resumen

    Este artículo ofrece una interpretación de la educación a la que se concibe como un ejercicio eminentemente ético orientado a rescatar la memoria de las víctimas del olvido al que se las pretende condenar. La ética no se concibe en todo caso como una rama cualquiera de la filosofía sino como la “Filosofía primera”. Siguiendo esta directriz se enfrenta el desafío que supone el mal a una ética que quiere situarse más allá de los relativismos culturales. Para lo anterior se escoge Auschwitz, no como una fecha histórica más, sino como símbolo que da que pensar (Ricoeur). También se presenta la contraposición entre “ética” y “moral” priorizando en caso de conflicto entre ambas a la primera por sobre la segunda. Igual cosa se hace con la problemática relación entre la justicia y el derecho privilegiándose la primera por sobre el segundo.

Palabras claves
Educación, ética, moral y cultura.

Introducción

    La educación puede ser abordada desde varias perspectivas, como por ejemplo desde el campo de la psicología, de la sociología o de la antropología. En todas esas miradas se arroja una nueva luz que permite mirar el fenómeno de la educación desde diversos ángulos. En el presente trabajo, abordamos la educación desde una mirada ética pero introduciendo una importante modificación al concepto de ética que no dejará de traer consecuencias. La ética no se concibe ya como una rama más de la filosofía, por el contrario, se la presenta como una “meta-ética” a ser situada más allá de los relativismos culturales, tomando como punto de partida el pensamiento de Emmanuel Lévinas (1995), para quien la ética pasa a designar la verdadera “Filosofía primera” desplazando con ello a la ontología (oponiéndose en esto a Heidegger[1]). Entenderemos por “cultura” el tejido o red de significantes y significados que otorga sentido a los usos y costumbres que designa lo que normalmente se conoce como lo “moral”. Planteamos que la ética no se reduce a la cultura, como la moral por ejemplo, sino que constituye una instancia que permite evaluar a las distintas culturas. Esa instancia, en nuestra opinión, la instaura el Otro, en sentido levinasiano, pero ahora concretizado a nivel ético-político y ético-antropológico mediante la figura de la víctima (Dussel 1998).   
    Lo novedoso, pues, en el planteamiento anterior no consiste en la mirada ética que se le quiere dar a la educación, sino en hacer de la ética la instancia mediante la cual se intenta salvaguardar la memoria de las víctimas.
    En consecuencia con lo dicho previamente, lo primero que se tratará aquí es la ética  en tanto que “meta-ética”, para a continuación entrar a discutir el problema que nos presenta el mal lo que abarcará la mayor parte del trabajo, a fin de concluir brevemente con unas reflexiones acerca del derecho y su relación con la justicia.

I. Ética como “meta-ética”
   
    Una educación orientada a rescatar la memoria de las víctimas, una pedagogía inspirada en una concepción humanista requiere de un fundamento y ese fundamento tal y como esperamos demostrar en este trabajo no es otro que la ética.
    Empezaremos por decir lo que esta ética no es para luego intentar un acercamiento más positivo a la realidad concreta de una educación orientada a no olvidar la memoria de los que vieron sus vidas injustamente tronchadas.
    Una “meta-ética” no es lo que hasta aquí se suele denominar con el nombre de “ética” y lo anterior obedece a una razón muy sencilla. La ética tal como se la ha entendido frecuentemente se presenta como una rama de la filosofía cuyo objeto de estudio no es otro que el conjunto de usos y costumbres tal y como se reconoce en una sociedad determinada. Lo que la ética hace es reflexionar sobre los fundamentos que orientan a una sociedad en relación con los usos y costumbres que predominan en ella. Llamaremos “moralidad” a lo aceptado socialmente y que se perpetúa por intermedio de la educación. Emplearemos la palabra “educación” otorgándole dos sentidos muy diferentes: a) en primer lugar, la educación será la consolidación de los usos y costumbres al interior de una sociedad, tomando como punto de partida la acción de las generaciones mayores sobre las menores de acuerdo con el sentido que a la educación le concede Durkheim; b) en segundo lugar, la educación será la instancia destinada a rescatar la memoria de las víctimas y ayudar a prevenir que la barbarie de Auschwitz no vuelva a repetirse.
    Adorno (1998) propone un verdadero programa de acción en relación con este punto inspirado en un único objetivo: que Auschwitz no vuelva a repetirse. La práctica pedagógica y la reflexión filosófica no pueden soslayar este importante aspecto.
    Según Adorno, “la exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que plantear a la educación. Precede tan absolutamente a cualquier otra que no creo deber ni tener que fundamentarla” (79).
    Semejante imperativo categórico no precisa de que se lo fundamente sino que es él su propio fundamento.
    Ahora bien: lo que debería precisarse en este programa de acción propuesto por Adorno es la forma que deberá asumir la ilustración como única herramienta eficaz contra la amenaza de que dicha barbarie vuelva a reiterarse.
    Adorno reconoce igualmente que “el pasado sólo habrá sido superado el día en que las causas de lo ocurrido hayan sido eliminadas. Y si su hechizo todavía no se ha roto hasta hoy, es porque las causas siguen vivas” (29).      
    Superar el pasado no consiste en olvidarlo sino en volver a recordarlo a fin de que no pueda volver a reiterarse. Recordar el pasado significa hacerse cargo de la historia y no pretender que aquí no ha pasado nada. Pero este “hacernos cargo” asume una forma bien precisa y esta forma no es otra que la ética. Una educación para la ética como único antídoto que puede prevenir que la monstruosidad que representa Auschwitz no se repita jamás.
    La ética es “meta-física” y precede a la ontología. Lo anterior se explica fácilmente porque cuando hablamos aquí de una “ética” lo hacemos traduciendo una experiencia anterior a toda otra experiencia pensada desde una dimensión fenomenológica. La experiencia ética es previa a la experiencia fenomenológica. La razón de lo anterior es muy simple: la experiencia fenomenológica es aquella experiencia sometida a la reducción fenomenológica la cual desconecta cualquier remisión a un mundo empíricamente existente por sí mismo. Sólo queda la vivencia como pura donación de sentido. Pero la experiencia ética sugiere un sentido que no procede del yo puro sino de una exterioridad. Esta exterioridad es la del Otro.
    Siguiendo a Lévinas (1995) llamaremos Mismo al Yo y Otro a la tercera persona, en este caso, al Él. Distinguiremos entre el “Tú” y el “Él”. La segunda persona es también otra pero no el Otro. El Otro se caracteriza por su alteridad radical que escapa a cualquier representación por parte del Mismo.
    Llamaremos “lenguaje” a la relación ética por excelencia donde ambos miembros se absuelven tan pronto entran en contacto entablando una suerte de comercio ético. Siempre siguiendo a Lévinas (1995) afirmamos que la relación ética es por definición una relación de ente a ente previa a cualquier comprensión que involucre el ser. No se trata de una relación sujeto-objeto sino de una relación sujeto con sujeto. Concluimos que la ética no sólo es previa a la ontología sino que en último análisis permite fundarla.
    Lévinas insiste: “Lo que caracteriza inicialmente al otro no es la libertad, de la que se deduciría a renglón seguido la alteridad; la esencia del otro es la alteridad” (Lévinas, El tiempo 131).
    Para Lévinas (1995), el Otro es lo absolutamente Otro lo que habla a las claras de la eminencia en que se traduce la llamada que el Otro le formula al Mismo. La relación ética descansa en la asimetría en la que se encuentran sus miembros, pues el Otro no tiene obligaciones que lo aten al Mismo mientras que el Mismo es siempre culpable frente al Otro aunque personalmente no lo sea. El Mismo es culpable frente al Otro no por alguna culpa en especial de la que es menester que responda. Es culpable porque siempre, no importando la celeridad con la que se apresure a responder ante la llamada del Otro, llega atrasado y ese atraso obedece a que su tiempo no es el tiempo en el que se formula la llamada del Otro. Asistimos a una diacronía radical que rompe la sincronía de la conciencia. La conciencia se ve desfondada por la presencia acusadora del Otro y su llamada que lo acusa aun cuando personalmente no lo sea.
    El sujeto es unicidad pero esta unicidad es la del único, la del insustituible, que debe responder por el Otro, obligado a una relación sin reciprocidad.
    Un problema surge en toda esta exposición que parece contradecir de modo radical lo que viene diciéndose de una ética concebida como “meta-ética”: dicho problema no es otro que el problema que guarda relación con el mal.

II. El problema del mal frente a la ética y a la educación

    Entramos ahora sin proponérnoslo a un problema que atraviesa la reflexión ética de un modo transversal. Este problema no es otro que el problema del mal, de la maldad objetiva, la cual no consiste en el mal que llevamos a cabo personalmente y del que debemos responder ante el tribunal de nuestra conciencia, sino del mal que forzamos a otros a cometer por nosotros. A la primera clase de maldad, la llamaremos “malicia” y a la segunda clase la designaremos como “malignidad” (Zubiri 1999), o sea, como una maldad en grado superlativo.
    A modo de ilustración, reproduciremos el siguiente pasaje que da cuenta de cómo la maldad personal se transforma de simple malicia en malignidad, al obligar a otros a perpetrar acciones perversas por nosotros, por nuestra instigación:
    “Debo desterrar de mi pensamiento toda noción sobre los judíos como individuos. Ellos carecen de importancia /…/ Los judíos interrumpen nuestro camino. Es preciso descartar todo sentimiento, toda sensiblería, todas las nociones cristianas, caducas e inservibles de caridad y piedad” (Green 140-141)[2]
    En la segunda parte de esta obra, el mismo Dorf antes de caer prisionero de los aliados, se extraña de que se lo considere un “monstruo”, un “asesino”, simplemente por cumplir órdenes mejor que nadie:
    “Si llegan a capturarme, me mostraré tan valiente como nuestro Führer y me limitaré a decir que soy un honorable oficial alemán, que se ha limitado a obedecer órdenes, a actuar de acuerdo con mi conciencia y a creer profundamente en los actos que me ordenaron llevar a cabo… porque no tenía nada más en que creer” (Green 371-372).[3]
    Green coloca en boca del personaje anterior una última reflexión: “Dirán de nosotros cosas verdaderamente terribles. Pero jamás podrán empañar nuestra básica honradez, nuestro amor por la familia, la patria, el Führer” (372).
    La última reflexión de este personaje ilustra uno de los dos conceptos que aquí deseamos someter a discusión: el concepto de moralidad. Nosotros afirmamos que la ética y la moral pueden entrar en conflicto y que es posible que existan personas que aún teniendo una moralidad carezcan en cambio de una ética. El abogado alemán tiene una clara conciencia de su valor como individuo moralmente intachable. Simplemente se limitaba a cumplir órdenes. Existe una moralidad que es la moralidad del deber cumplido. Lo que no existe es la ética, porque este mismo personaje carece a su vez de lo que aquí podríamos denominar como “simple humanidad”, permitiéndole apreciar al otro “ser humano” en toda su integridad. No ve al otro como otro ser humano. No existe para él. Dorf tiene una moralidad y por eso se extraña de que se lo moteje de “asesino”. En efecto: él no es un asesino desde el punto de vista de la moralidad del deber cumplido. Pero carece de ética y por ello no es capaz de hacerse cargo de la magnitud de su crimen. Sus reflexiones finales son tremendamente decidoras: no podrán achacarle nada referente a su honradez, a su amor por la familia o la patria. Eso es la moralidad. Lo que aquí está ausente es la ética. Encontramos una moralidad pero no una ética, porque no existe conciencia de que nuestros actos afectan a otros y que dichos otros no son simplemente números, meros sumandos, sino que seres humanos iguales a nosotros al menos en dignidad.
    Dorf tiene conciencia de su valor como “soldado de una causa”. Pero carece de una conciencia de que al lado suyo existen otros que no son como él y que pese a ello igualmente son seres humanos. Tiene una moralidad pero carece de ética.
    Contraponemos la ética a la moralidad. Pero lo anterior es insuficiente, pues todavía nos hace falta enfrentar algunas objeciones que pudiesen formulársenos. En primer lugar, el argumento de la guerra parece una objeción de peso contra la validez incondicional que pretende la ética, ya que nadie duda que en el contexto de una conflagración armada las garantías éticas parecen quedar del todo suspendidas. Es lo que parece en el fondo querer decirnos el personaje del abogado alemán en la novela de Green. Los judíos eran los enemigos del Reich y por ello todos los medios de que se dispusiese a fin de apartar dicho obstáculo parecían justificados. Lo que parece una “monstruosidad” dada la absoluta desproporción existente entre las víctimas y sus victimarios resulta ser algo relativo después de todo, porque bien se podría esgrimir en defensa de los nazis o de cualquier otro régimen de corte totalitario que el bien mayor que se persigue es superior a la aparente maldad del momento. La decisión de emplear un arma de tanta letalidad como la bomba atómica en contra de civiles indefensos se podría justificar en aras del bien mayor que se perseguía en ese momento: la finalización de la guerra.
    En la jerga castrense, por ejemplo, se habla de “daños colaterales” a fin de justificar las víctimas civiles en el curso de una guerra. Los mandos estadounidenses a menudo han recurrido a semejante argumento “técnico” para justificar las víctimas civiles en el desarrollo de la guerra de Irak. “Lo anterior si bien parece muy lamentable resulta inevitable si pensamos que se trata de una guerra destinada a ganar la democracia en ese país árabe”, se nos dice a menudo con la evidente intención de cerrar la discusión. En ese caso, el bien mayor es la democracia y el mal menor las víctimas civiles que en todo caso se podrían achacar al destino o a alguna otra causa imposible de prever.
    Dejemos que los hechos hablen por sí mismos:
    “Una comisión del Senado de Estados Unidos se conmovió cuando las lágrimas rodaron incontenibles por las mejillas del teniente coronel Neil Tetzlaff /…/ Antes un hombre atlético, Tetzlaff se había convertido en una persona frágil, desmemoriada e incapaz de un esfuerzo mayor” (Sohr 257) [4]
    La pregunta que debemos formularnos es la siguiente: ¿se deroga la ética y el derecho queda sin efecto en el curso de una guerra? ¿Es el bien mayor razón más que suficiente para justificar la cancelación de las garantías que la constitución de un país reconoce a sus ciudadanos?
    No basta con oponer la ética y la moral, porque se nos puede contra-argumentar que a veces se justifican las excepciones y la guerra parece ser el escenario favorito de quienes argumentan de este modo. Pues bien: quienes argumentan que la guerra y otros escenarios similares imponen una suspensión de las normas éticas y del derecho deben explicar al mismo tiempo como se proponen restablecer el imperio de la ley y del derecho una vez cancelados éstos. La debilidad inherente a este tipo de argumentaciones es que da por sentada la validez de las supuestas excepciones a la regla. Pero una vez lanzados en este camino la posibilidad de discriminar entre lo que se muestra como válido y lo que no desaparece. Si ya no podemos discriminar entre lo que es legal y lo que no lo es, si lo bueno y lo malo o lo ético y lo no ético se confunden, llega un momento en que nos quedamos sin argumentos para seguir amparando las supuestas excepciones, porque en ese instante son las propias excepciones la regla y no al revés. Una vez que desaparece el derecho sólo queda lugar para la fuerza sin otro límite que la propia fuerza, y entonces o nos proponemos como tarea la edificación de un nuevo derecho en reemplazo del antiguo o nos resignamos a que la sociedad toda se hunda en el caos.
    En realidad, la guerra no cancela la fuerza incondicional que emana de las normas del derecho y de la moral. Por el contrario, lo único que hace la guerra es convalidar la universalidad que se desprende de las reglas de la ética, en el momento mismo en que se piensa que la ética ha quedado descalificada por la supuesta excepción que representa la guerra. El que argumenta de la manera antes descrita piensa que la guerra es la suprema excepción a la regla pero se equivoca. La guerra es la confirmación misma de la validez incondicional que emana de la ética y de sus preceptos.
    El bien mayor[5] nunca podrá justificar la anulación de la ética y la suspensión aunque temporal de las normas del derecho.
    La ética que se propone en este artículo no es lo que la filosofía conoce como “ética”, pues de acuerdo con la tradición filosófica imperante en Occidente la moralidad designa lo socialmente aceptado y la ética representa la reflexión teórica sobre lo anterior, mientras que para nosotros la ética y la moral se oponen por cuanto una es parte de la cultura y la otra no.
    Tampoco la ética propuesta aquí puede confundirse con las distintas éticas aplicadas que se infieren del ejercicio de una profesión (la de médico o jurista, por ejemplo). Nosotros pensamos que la ética concebida como auténtica “Filosofía primera” integra las distintas éticas parciales (la llamada “ética médica” o la “ética jurídica”) y las sobrepasa al propio tiempo. El bien sigue siendo el hilo de Ariadna de la ética, pero en el lenguaje de Lévinas el bien y la idea de infinito coinciden, por lo que aquí nos separamos de Aristóteles y nos aproximamos más a Platón. En efecto, la filosofía en Platón designa la ciencia del bien y la verdad y el filósofo griego entiende el bien como una idea situada más allá de la esencia (coincidente con Lévinas y su consecuente oposición entre dos ideas contrapuestas: la de totalidad y la de infinito.)
    Veamos algunas especificaciones sobre el bien que se han propuesto en la filosofía. La tradición cristiana establece una ecuación entre el ser y la bondad contraponiéndoles resueltamente el no-ser y la maldad. El mal es puro “no-ser”, y dado que todo cuanto existe es tal y como debe ser, la maldad no es nada real sino la simple “ausencia de bondad”.
    En San Agustín (1959), encontramos esta doctrina más o menos explicitada:
    “Pero, entonces, todo cuanto existe es bueno, y el mal, aquel mal del que andaba buscando el origen, no es sustancia, puesto que si lo fuese, sería un bien; no es, pues, ni sustancia incorruptible, pues entonces sería un gran bien, ni sustancia corruptible, puesto que ésta es buena en cuanto puede perder algo de bien” (VII, 12).
    Para Lévinas, en cambio, el ser es el mal y lo es, por cuanto la ley del ser se inspira en el conatus y éste es violento. De hecho, el ser no puede permitir que permanezca lo que de algún modo lo limita, poniéndole límites. El ser sólo puede significar violencia y la violencia se desprende de su mismo ejercicio, porque el ser es antes que nada aspiración a continuar siendo y lo anterior por un tiempo indefinido. La ley del ser es amoral, pues no es otra que la ley del conatus y por ello la guerra pertenece a la esencia misma del ser.
    Lévinas lo expresa magníficamente: “El interés del ser se dramatiza en los egoísmos que luchan unos contra otros, todos contra todos, en la multiplicidad de egoísmos alérgicos que están en guerra unos con otros y, al mismo tiempo, en conjunto” (46).   
    En otro texto, Lévinas advierte que el ser es el mal no porque falte sino por exceso a tal extremo que causa espanto: “La noción de ser irremediablemente y sin salida constituye el absurdo fundamental del ser. El ser es el mal, no porque sea finito, sino porque carece de límites” (87).
    La doctrina del conatus la encontramos desarrollada en Spinoza (1984). A fin de precisar todavía más lo que hemos venido diciendo vamos a tomar esta doctrina tal y como la presenta el filósofo holandés: “El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, no es nada exterior a la esencia actual de esta cosa” (Parte III, proposición VII, 130).
    Pero el filósofo prosigue su explicación añadiendo que el conatus no es nada más que el deseo por el cual una cosa persevera en su ser y lo anterior por un tiempo indefinido: “El esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser, no envuelve tiempo alguno finito, sino un tiempo indefinido” (Parte III, proposición VIII, 130). Según lo que se desprende de lo anterior, todo ser aspira antes que nada a continuar siendo y lejos de ser esto algo ajeno a su esencia es su esencia misma. Lo anterior se explica fácilmente, porque las razones por las cuales una cosa puede dejar de existir no pertenecen a la esencia actual de dicha cosa sino a alguna causa exterior y, puesto que la potencia de las causas exteriores sobrepasa largamente a la potencia de la cosa, ello explica la razón por la cual la cosa misma puede ser destruida[6] no por un defecto que deba atribuírsele a la esencia sino por causas ajenas a esta última.
    Para Lévinas, la ética surge cuando advertimos que el sentido no puede proceder del yo sino del otro el cual no se presenta como enemigo a quien madrugar y vencer, sino como el maestro que viene a impartir una enseñanza. Esta enseñanza es la que se lee grabada como a fuego en el rostro del otro: no matarás. Precisamente el “no matarás” impone un límite al ser, a su poder, pues señala un “más allá” del ser frente al cual el conatus se descubre como impotente.
    Veamos lo que podemos desprender de lo anterior a fin de aplicarlo a nuestro problema: el de la relación entre educación y ética. Vimos que el argumento de los que proponían la guerra como excepción en la cual las normas del derecho quedaban suspendidas descansaba sobre un a priori. En efecto, para que el argumento en cuestión pueda tenerse por válido debemos reconocer el valor que tienen las excepciones en el ámbito de la moral y la prioridad del bien mayor sobre el mal menor. Pero hemos visto que en la guerra son las excepciones la regla y el mal menor sobrepasa al bien mayor, pues la desproporción existente entre la tragedia que entraña Hiroshima y el pretendido bien mayor que se esperaba alcanzar por el mecanismo de la bomba transforma a éste en algo irrisorio. Si lo que se deseaba alcanzar era la paz, entonces nos vemos obligados a tener que concluir que lo que se obtuvo no guarda relación con lo que se quería[7], y que el mal menor termina revirtiéndose dialécticamente sobre el tan publicitado bien mayor.
    Adorno (1998) escribe a este respecto lo siguiente: “La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite valerme de la expresión kantiana; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego” (83).
    Pues bien: para nosotros, esa “fuerza” es la ética y una educación para la ética es la mejor salvaguarda, a fin de que Auschwitz no vuelva a repetirse. Pero se trata de una ética global, de una “meta-ética”, absuelta del relativismo cultural y de la moral, por cuanto entendemos que la moral es cultural y esta “meta-ética” nos remitiría a una especie de “más allá” de la cultura. Postulamos un “más allá” de la cultura otorgándole un carácter genuinamente metafísico, viendo en ese “más allá” al Otro siempre en sentido levinasiano.

II. DERECHO, JUSTICIA Y RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL.

    La ética es el hilo de Ariadna que permite salir de los laberintos de la cultura y posibilitar el enjuiciamiento de dicha cultura. Esa es la razón por la cual nos atrevemos a oponer la moral y la ética, y a afirmar que cuando el derecho y la justicia entran en conflicto debe primar la justicia y no al revés. Por lo demás, la justicia no se confunde jamás con el derecho positivo, ya que éste no es sino la plasmación de los consensos a que una sociedad ha llegado.
    Pero debemos hacer frente todavía a otra objeción. Esta segunda objeción relativiza la responsabilidad que los sujetos tienen en el curso de los acontecimientos o mejor aun, se pretende hacernos creer que los individuos carecen casi completamente de control sobre lo que acontece a su alrededor, pues la mayoría de las decisiones que se toman y que gravitan sobre nuestras vidas son tomadas sin preguntarnos si estábamos de acuerdo o no. Lo que el individuo opine o deje de opinar se vuelve intrascendente o por decirlo de otra manera, irrelevante, porque las decisiones ya fueron tomadas obedeciendo a consideraciones de las que nada sabemos o conocemos muy poco[8]. Peor aún: lo que los individuos opinen puede no corresponder a lo que viven diariamente sino a una especie de “falsa conciencia” que como sucede con la ideología no se condice con la realidad.
    Ya Marx (1984) nos colocaba en guardia frente a esta no coincidencia del ser social y su conciencia:
    “El consumidor no es más libre que el productor. Su estimación o preferencia depende de los medios y de sus necesidades. Unos y otras están determinados por su situación social, la cual, a su vez, depende de la organización social del conjunto. Efectivamente, el obrero que compra patatas y la querida que compra encajes siguen su respectiva opinión. Pero la diversidad de éstas se explica por la diferencia de posición que ocupan en el mundo, la cual es producto de la organización social” (Marx 57). 
    La “opinión” de los individuos refleja la posición social que éstos ocupan al interior de una sociedad. Pero este “reflejo” no es inmediato sino mediatizado y por ello es que las ideologías no son un espejo sin mancha del mundo real sino en realidad un verdadero “espejo trizado”. La conciencia no coincide con el ser social. Ahora bien: como las “ideologías” son un producto discursivo de la conciencia pero esta “conciencia” no es sino una “falsa conciencia”, las “opiniones” de los individuos más que reflejar lo que éstos son lo que hacen es ayudar a encubrir lo que el mundo finalmente es. La conciencia que tienen los individuos no es la conciencia de lo que son sino de lo que ellos creen o se figuran que son.
    El argumento que hace de los individuos un simple juguete en manos de fuerzas que éstos no controlan es, hasta cierto punto, correcto. Pero lo que sucede es que toma la causa por el efecto y viceversa. Si los individuos de nada se enteran o si lo hacen ello acontece en un ámbito de extrema ideologización, ello se debe a que el propio medio está interesado en promover una “falsa conciencia” de parte de los individuos, a fin de que las “opiniones” de éstos traduzcan la relativa impotencia en que se encuentran sumidos los sujetos frente a sistemas sin rostro y gobernados por sus propias leyes. Es tarea de una “educación para la contradicción y la resistencia” (Adorno 1998) el provocar un quiebre en esta “falsa conciencia” descorriendo el velo ideológico que encubre la realidad. Lo que entiende Adorno por lo anterior es una educación que se niega a participar de la “falsa conciencia” dominante y la somete a una crítica que pone al descubierto su carácter mistificador y encubridor.
    Pero esta educación concebida aquí como un “ejercicio desmitificador”[9] (véase nota 2, p. 1) sólo puede cumplir con su rol mediante el “recuerdo” de las víctimas que el sistema sin rostro deja tras de sí. Es la víctima (Dussel 1998) el punto de inflexión  en relación con el sistema, porque constituye frente al carácter positivo que asume el primero la negatividad máxima, su negación suprema. Una educación para el recuerdo resultará, pues, provocadora, pues se negará a reconocer la pretensión de bondad a que aspira el sistema vigente, confrontándolo con la víctima de sus propias políticas positivas.

Conclusión

    Reformulemos nuestra posición: en relación con el argumento que plantea la excepcionalidad de la guerra, nuestra reflexión consistió en hacer notar que el argumento en cuestión adolecía de un serio defecto: para que se lo pueda tomar en serio, debe concederse a la excepcionalidad un valor supremo y en ese contexto, las excepciones se convierten en la regla de tal manera que el bien mayor que se buscaba termina siendo anulado por el mal menor que de simple medio se convierte en un fin en sí mismo. En relación con el segundo argumento, lo que se persigue es diluir las responsabilidades en los engranajes anónimos de un sistema sin rostro, pues las decisiones que en él se adopten se toman sin nuestra participación ni menos nuestro consenso. Pero el error que es posible advertir en este argumento consiste en que ya el recurso a la falta de responsabilidad por parte de los individuos esconde un principio de falsa conciencia, porque supone que los seres humanos somos el juguete pasivo en las manos de fuerzas que no controlamos, y que nuestras ideas u opiniones son sólo nuestras ideas u opiniones. Pero resulta obvio que si lo anterior es así se debe a que precisamente se cultiva en los individuos la falsa conciencia de su falta de responsabilidad lo que se suele expresar hablando de un “borrón y cuenta nueva”. Pero esta “falsa conciencia” se promueve desde la educación conforme a la primera acepción que en este artículo le concedimos a la palabra en cuestión (véase nota 2). En conclusión: la supuesta “inocencia” por parte de los individuos se invoca al precio de destruir las bases mismas del derecho. Si los individuos son sólo unos impotentes y exiliados patanes, no hay lugar para el derecho porque no existiría obligación alguna que cumplir, pues para que una obligación resulte vinculante debe presumirse la “responsabilidad” por parte de los individuos que es lo que en este argumento aparece negándose.
    Entenderemos por “derecho positivo” “una específica normatividad reguladora de la conducta social del hombre” (Squella 171). Entenderemos por justicia, en cambio, “el acto del hombre que inquiere por un criterio superior que establezca con cierta nitidez y exactitud aquello que debe ser, en relación con lo que son o pueden ser los derechos positivos dotados de realidad histórica” (Squella 170-171).
    Pues bien: nuestra posición final es la siguiente y puede resumirse diciendo que cuando se presentan conflictos entre la ética y la moral la que debe prevalecer es la ética. Lo mismo sucede cuando se presentan conflictos entre la justicia y el derecho (positivo). Es la justicia lo que debe prevalecer por sobre el derecho. En Alemania, durante el holocausto, ocurrió todo lo contrario de lo aquí defendido, pues prevaleció la moral por sobre la ética y el derecho por encima de la justicia.
    Es evidente de que hasta  Eichmann tenía una especie de moralidad, pero sin bases éticas esta moralidad es sólo barbarie, porque sólo queda espacio en ella para el cumplimiento de órdenes sin la mediación que le otorgaría una reflexión serena y racional, la cual por definición toma distancia de aquello que se dice y se hace buscando indagar por los fundamentos últimos de esto que se dice y se hace.
   

Bibliografía consultada

1.) Adorno, Theodor W., Educación para la emancipación. Conferencias y conversaciones con Hellmut Becker (1959-1969). Ediciones Morata, S. L. Madrid. 1998.

2.) Castro, Rodrigo, Lévinas y el humanismo del rostro. Revista electrónica Diálogos Educativos. Universidad Metropolitana de Ciencias de La Educación. Santiago de Chile. 2001.

3. González R. Arnaiz, Graciano, E. Lévinas: humanismo y ética. Editorial Cincel. Madrid. 1992.

4.) Green, Gerald, Holocausto, 2 tomos, Editorial Portada, Santiago de Chile. 1978.

5.) Lévinas, Emmanuel, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sígueme. Salamanca. 1995.

6.) ------------ De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Sígueme. Salamanca. 1995.

7.) ------------- El Tiempo y el Otro. Paidós. Barcelona. 1993

8.) Marx, Karl, Miseria de la filosofía, Editorial Sarpe, Madrid. 1984.

9.) Sohr, Raúl, Las guerras que nos esperan: EEUU ataca. Ediciones B Chile S. A. Santiago de Chile. 2002.

10.) Spinoza, Baruch, Ética, Editorial Sarpe, Madrid. 1984.

11.) Squella, Agustín, ¿Podemos hablar de justicia? Ponencia leída en Palabra de filósofo. Jornada de reflexión en el día mundial de la filosofía. Ediciones LOM. Santiago de Chile. Editores: Max Colodro, Ana María Foxley y Carolina Rossetti. 2007.

12.) San Agustín, Confesiones, Editorial Ramón Sopena, España. 1959.

13.) Zubiri, Xavier, El problema teologal del hombre. Cristianismo. Alianza Editorial. Fundación Xavier Zubiri. Madrid. 1999.


[1] La gran originalidad de Lévinas va a radicar en este punto, tal y como lo reconocen entre otros autores González R. Arnaiz (1992) y Castro (2001), pues desplazar a la ontología significa convertir a la relación entre ente y ente en el centro sin referencia al ser del ente ni a la comprensión del ente desde el ser.
[2] Las reflexiones pertenecen al abogado alemán Erik Dorf, uno de los protagonistas de esta novela de Green, cuya conciencia ha sido tan absolutamente anulada por las ambiciones más insensatas de la propaganda nazi, conduciéndolo a justificar desde un punto de vista histórico y jurídico la famosa “solución final” referente al problema judío. Apreciamos la malignidad en toda su dimensión, porque ha desaparecido toda frontera entre lo lícito y lo ilícito hasta llegar al extremo de avalar el asesinato masivo ordenado desde los órganos del Estado.
[3] Dorf añade esa última justificación haciendo notar que para él “actuar conforme a su conciencia”, obedeciendo a ese tribunal supremo de que hablaba Kant, significa “creer en lo que le mandaron hacer”, pero aquí viene lo terrible: porque no tenía nada más en que creer.
[4] El testimonio reproducido por el periodista Raúl Sohr muestra la investigación iniciada por una comisión del Senado Estadounidense acerca de la responsabilidad que le compitió al alto mando norteamericano en el empleo indiscriminado de uranio 238 más conocido como DU, al que se vieron expuestas las propias tropas americanas y la población civil, dentro del contexto de la primera campaña del Golfo Pérsico contra el régimen de Saddam Hussein. En este caso, el daño colateral afecta a las propias tropas norteamericanas y a la población civil del país enemigo. 
[5] Es lo que la corte marcial en Estados Unidos juzgó al condenar a varias cadenas perpetuas simultáneas a un soldado norteamericano y a más de veinte años de presidio para sus cómplices sin beneficio alguno luego de encontrarlos culpables de haber participado en la violación de una niña iraquí y en el posterior asesinato de la víctima y de toda su familia.
[6] Spinoza habla del ser actual de una cosa, porque su ser formal es la idea que de dicha cosa existe en el entendimiento divino desde la eternidad. Obviamente que la idea que Dios tiene de todo cuanto existe no se destruye ni podría ser destruida.
[7] No guarda relación en última instancia, porque si se perseguía la paz lo que se obtuvo fue la guerra fría dejando al mundo a merced de las armas nucleares.
[8] Durante la dictadura militar chilena, el país vivió en un permanente “Estado de sitio” y las decisiones adoptadas nunca fueron consultadas con la población, testigo pasivo de los innumerables atropellos a los derechos humanos que se cometían a su vista y paciencia.
[9] Este “ejercicio desmitificador” coincide con las propuestas de Paulo Freire orientadas a que los educandos “tomen conciencia” de su situación inicial de abierta alienación.  

HACIA UNA EDUCACIÓN DESPUÉS DEL NIHILISMO

Lectura del Mito de la caverna de Platón


    “Del mismo modo puedes afirmar que el bien no confiere a las cosas inteligibles esta capacidad, sino que su ser y esencia se les agrega también por obra de aquél; sin embargo, el bien no es la esencia, sino algo que se encuentra aún por encima de aquélla en cuanto a dignidad y poder.”
                                             (Platón VI, XIX, 509b)

Marco Cortez Burotto·

Summary

    This article presents an interpretation of the myth of Plato's Cave, as we found it in the seventh book of the Republic, taking as a starting point the experience post-modern loss of the basis of the so-called era of the vacuum, which seems to be as the last survivor of the sinking occurred to the metaphysics of West after died the death of God. Now well: against the more recent interpretations (Vattimo 2004) seeking draw positive aspects locked inside what is often classified with the name of nihilism, this work addresses the death of God from a very different perspective, given that it is assumed the dimension of deep tragedy involved in such mysterious event. Pursuant to the above, this paper explores the possibility of an ethics of the tragedy that assuming the death of God is given the task of finding a possible solution to nihilism. That beyond nihilism is sought in education, at least in education to make its starting point of the rebellion and found its basis in ethics.

Keywords
Myth of the cave, nihilism, rebellion, tragic ethics and education.

Resumen

    Este artículo presenta una interpretación del Mito de la caverna de Platón, tal y como lo encontramos en el libro VII, de La República, tomando como punto de partida la experiencia posmoderna de la pérdida del Fundamento, de la llamada era del vacío, la cual parece mostrarse como la última sobreviviente del naufragio sobrevenido a la metafísica de Occidente luego de acaecida la muerte de Dios. Ahora bien: en contra de las interpretaciones más recientes (Vattimo 2004) que tratan de extraer los aspectos positivos encerrados dentro de lo que se suele englobar con el nombre de nihilismo, en este trabajo se aborda la muerte de Dios desde una perspectiva muy diferente, toda vez que se asume la dimensión de honda tragedia involucrada en tan misterioso acontecimiento. En virtud de lo anterior, el presente trabajo explora la posibilidad de una ética de lo trágico que asumiendo la muerte de Dios se dé a la tarea de buscar una posible salida al nihilismo. Ese más allá del nihilismo se busca en la educación, en todo caso en una educación que haga de la rebelión su punto de partida y que encuentra en la ética su fundamento.

Palabras claves
Mito de la caverna, nihilismo, rebelión, ética trágica y educación.

Introducción

    Proponemos una interpretación del Mito de la caverna desde una perspectiva bastante personal; de hecho, más que escribir sobre el texto platónico en sí lo que aquí se ofrece es la experiencia del autor con relación al mito mismo. Esta experiencia arranca del sentimiento de vacío que parece definir a la llamada era posmoderna. También abriga una sospecha que puede enunciarse como sigue: el vacío, el imperio de lo efímero, la era del amor líquido, etc., parecen ser otros tantos rótulos para decir lo que es o podría encontrarse detrás de este fenómeno tan evanescente como difícil de coger que es la pos-modernidad. Sin embargo, lo que permanece sin ser pensado es el vacío mismo, sea que se lo subsuma dentro del acontecimiento primero de la muerte de Dios, o bien sea que se lo dé por sentado. Sea como sea el vacío, la ausencia finalmente, no se piensa o lo que es peor, se la re-huye.
    Lyotard (1987) caracteriza a lo que él llama la “condición posmoderna” diciendo que es aquella donde los grandes metarrelatos legitimadores pierden validez y la verdad objetiva se convierte en interpretación.
    Vattimo (1986) dice por su parte de que en la era que marca el fin de la modernidad desaparece el sujeto o bien, queda des-constituido, para ser reemplazado por un sujeto débil, ocurriendo igual cosa con el ser. De la verdad transitamos a la interpretación y de la esencia al evento. Vattimo (2004) llama pensamiento débil o también ontología del debilitamiento a lo anterior.
    Lipovetsky (2002) llama “pos-modernismo” a una hipótesis global que da cuenta del surgimiento de una nueva sociedad, una nueva cultura y un nuevo tipo de individuo, en esencia liberados de los patrones autoritarios que habían caracterizado a la modernidad en sus primeras etapas. Lo anterior se acompaña de un sentimiento de vacío que no obstante lejos de inspirar una sensación de vértigo como la angustia existencial se experimenta casi de una manera gozosa. El vacío posmoderno –concluye Lipovetsky- nada tiene que ver con ese otro desierto tan propio del nihilismo que adviene al mundo como consecuencia de la muerte de Dios.    
    La muerte de Dios es el acontecimiento que inaugura la era del nihilismo y es la misma pos-modernidad la que según parece se liga de un modo muy estrecho con el primero (Vattimo 1986). Pero la ausencia no ha sido pensada y se la ha terminado endosando a la cuenta del naufragio de las metafísicas idealistas. Ni Vattimo ni Lipovetsky han parado en reflexionar sobre este aspecto del problema, aunque nos hablen frecuentemente de la nada que acompaña al nihilista (Vattimo) o al vacío del que se rodea el individuo posmodernista (Lipovetsky).

El texto

    Principio sine qua non de cualquier interpretación es el texto, el atenernos en todo momento a él. Por eso empezaremos por reproducir el texto tratando de ser lo más fieles posibles a lo que encontremos en el transcurso de la lectura.
    Utilizamos la traducción de R. Mondolfo, reproducida en forma abreviada por Humberto Giannini (1989). Las citas que hagamos de La República se apoyan en la versión de Sergio Albano, Editorial Gradifco, Buenos Aires, 2005.
    Vamos, pues, al texto, dejemos que nos hable sintiéndonos interpelados por él:
    “Sócrates: En una caverna subterránea, con una entrada tan grande como la caverna toda, abierta hacia la luz, imagina hombres que se hallan ahí desde que eran niños, con cepos en el cuello y en las piernas, sin poder moverse ni mirar en otra dirección sino hacia delante impedidos de volver la cabeza a causa de las cadenas. Y lejos y en alto, detrás de sus espaldas arde una luz de fuego, y en el espacio intermedio entre el fuego y los prisioneros, asciende un camino, a lo largo del cual se levanta un muro, a modo de los reparos colocados entre los titiriteros y los espectadores, sobre los que ellos exhiben sus habilidades.

    “Glaucón: Me lo imagino perfectamente.

    “Sócrates: Contempla a lo largo del muro hombres que llevan diversos vasos que sobresalen sobre el nivel del muro, estatuas y otras figuras de animales en piedras o madera y artículos fabricados de todas las especies… ¿cree que los prisioneros puedan ver alguna otra cosa, de sí mismos y de los otros, sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que está delante de ellos?... ¿y también de la misma manera respecto de los objetos llevados a lo largo del muro? Y si pudieran hablar entre ellos, ¿no crees que opinarían de poder hablar de éstas (sombras) que ven como si fueran objetos reales presentes?... Y cuando uno de ellos fuese liberado, y obligado a alzarse repentinamente, y girar el cuello y caminar, y mirar hacia la luz, …¿no sentiría dolor en los ojos, y huiría, volviéndose a las sombras que puede mirar, y no creería que éstas son más claras que los objetos que le hubieran mostrado?... Y si alguien lo arrastrase a la fuerza por la áspera y ardua salida y no lo dejase antes de haberlo llevado a la luz del sol, ¿no se quejaría y le irritaría de ser arrastrado, y después, llevado a la luz con los ojos deslumbrados, podría ver siquiera una de las cosas verdaderas?

    “Glaucón: No, ciertamente, en el primer instante.

    “Sócrates: Sería necesario que se habituara a mirar los objetos de allá arriba. Y al principio vería más fácilmente las sombras, y después las imágenes de los hombres reflejadas en el agua y, después, los cuerpos mismos; en seguida, los cuerpos del cielo, y al mismo cielo, le sería más fácil mirarlos de noche… y, por último, creo, el mismo Sol… por sí mismo… Después de eso, recién comprendería que el Sol… regula todas las cosas en la región visible y es causa también, en cierta manera, de todas aquellas (sombras) que ellos veían… Pues bien, recordando la morada anterior, ¿no crees que él se felicite del cambio y experimente conmiseración por la suerte de los otros?... Y considera aún lo siguiente: si volviendo a descender ocupase de nuevo el mismo puesto, ¿no tendría los ojos llenos de tinieblas, al venir inmediatamente del Sol?... Y si tuviese que competir nuevamente con los que habían permanecido en los cepos, para distinguir esas sombras, ¿no causaría risa y haría decir a los demás que la ascensión, deslumbrándolo, le había gastado los ojos?... Pero si alguno tuviese inteligencia… Recordaría que las perturbaciones en los ojos son de dos especies y provienen de dos causas: el pasaje de la luz a las tinieblas y de las tinieblas a la luz. Y pensando que lo mismo sucede también para el alma… indagaría si, viniendo de vida más luminosa, se encuentra oscurecida por falta de hábito a la oscuridad, o bien si, llegando de mayor ignorancia a una mayor luz, está deslumbrada por el excesivo fulgor.”
         
    Como se trata de una interpretación personal, la que más que hablar del texto platónico apunta a enfrentar algunas obsesiones que atormentan al autor desde hace bastante tiempo, prescindiremos de las consabidas y ya clásicas versiones que se han dado del Mito de Platón. Sólo tendremos presente la versión de Heidegger (2000), no porque se refiera directamente a nuestro tema sino porque alude a la educación que es el eje sobre el cual gira todo el texto platónico, especialmente a través de la interpretación que Heidegger hace de la paideia.
    Se nos dice en el pasaje con que iniciábamos este artículo que el bien es lo que está más allá del ser y de la esencia, y que tal como el sol es el soberano en la región visible lo es el bien en el reino de las Ideas.
    Pues bien: vamos a centrarnos en el bien, en el agathos, exploraremos la relación que existe entre el agathos con la aletheia (verdad), y trataremos de enfocar lo que sucede con este mito si lo leemos desde una clave posmoderna. La clave hermenéutica con que leeremos el Mito de Platón arranca del acontecimiento central de la muerte de Dios. Esto significa que nos tomamos en serio lo que dice Nietzsche (1994): “6. Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!” (52).
  
La interpretación tradicional

    La interpretación tradicional de este mito, interpretación a la que vamos a denominar como “canónica”, la otorga el mismo Sócrates, personaje central del diálogo y portavoz de las ideas de Platón. Expondremos brevemente lo que esta interpretación nos propone a lo que agregaremos el aporte de la tradición occidental, el cual se inspira en la primacía del bien al que se considera un trascendental, esto es uno de los atributos de lo ente, para rematar con la versión de Heidegger. Aclaremos de entrada que no nos interesa discutir estas variadas interpretaciones, sino tan sólo introducir algunos elementos de juicio que nos pueden servir a la hora de presentar nuestra interpretación.
    El Mito de Platón se estructura sobre dos momentos que resultan claves: el primero de ellos la ascensión desde la oscuridad a la luz, de la ignorancia al saber, y el segundo el descenso, la vuelta al interior de la caverna, a fin de anunciar la buena nueva que se encierra en la paideia, elemento clave en la interpretación que hace Sócrates del relato. Según la interpretación que se ha hecho ya clásica del texto platónico, la caverna representa la condición natural del hombre atrapado en un mundo de sombras carentes de vida, así como también el exilio del alma sepultada en la tumba que representa el cuerpo. El alma caída, presa en el cuerpo, proveniente de la luminosa región de las Ideas donde ha gozado del bien y de la verdad, olvidada de su anterior origen, sólo podrá ser despertada por intermedio de la paideia (palabra intraducible y que nosotros, por ende, tampoco traduciremos, a fin de respetar el espíritu del original griego). Para ello, aquel que se ha liberado de la prisión del cuerpo, y que ha sido despertado a la vida superior del espíritu en armonía con la verdad, debe retornar a la prisión de la que ha sido forzado a salir, pues debe anunciar el evangelio de la verdad (aletheia) a quienes permanecen aún sumidos en esta prisión que es el mundo sensible, enredados en la tela de araña de la opinión (doxa).
    Para nosotros, por lo tanto, el punto clave en la argumentación que desarrolla Sócrates consiste en la exigencia de volver a la caverna por parte de aquel que ha roto con las cadenas de la opinión y ha tenido oportunidad de ascender hacia la verdad, porque la diferencia entre la educación y la falta de ella radica precisamente en este punto. Quienes están atrapados al interior de la caverna no poseen la paideia, pues arrojada el alma de la región celeste donde conoció la verdad y tuvo ocasión de deleitarse con el bien, ha olvidado su verdadero origen y su auténtica naturaleza. El alma, para Platón, es inmortal, de la misma esencia que las Ideas, pero atrapada en la prisión del cuerpo ha olvidado su previo origen y por eso sólo podrá recordar lo que ya una vez conoció en la medida en que conquiste la paideia, pero lo anterior no se da sin lucha. ¡He ahí la idea clave en la argumentación socrática! Quienes permanecen en la caverna no desean ser sacados de su error, porque se han acostumbrados a considerar las simples apariencias de las cosas por las cosas mismas, y de esa manera quien tiene la misión de anunciarles la buena nueva que constituye la paideia terminará sucumbiendo a los prejuicios, víctima de aquellos que no desean ser despertados, en una trágica alusión al destino del maestro de Platón, Sócrates, condenado a muerte por los ciudadanos de Atenas.
    De esta morada que es la caverna, y de quienes están en ella, bien puede decirse lo que Sófocles[1] coloca en boca de Ulises: “Veo, pues, que nada somos cuantos vivimos, sino apariencias y sombras vanas” (35).    
    Heidegger (2000) tiene razón cuando al enumerar las cuatro moradas mencionadas en el texto platónico establece que la situación en que se encuentran los prisioneros al interior de la caverna constituye la primera de ellas, la vista del fuego que arde a las espaldas de éstos la segunda, el sol y el exterior de la caverna la tercera, y el descenso de nuevo al mundo de las sombras la cuarta y última morada.
    Los objetos visibles que se muestran a la luz del sol representan las Ideas, y el propio sol esa Idea de las ideas que es el bien. De las Ideas, nos dice Platón (2009) que “son como modelos que existen en la naturaleza en general; las demás cosas que se les parecen, son copias; y la participación de las cosas en las Ideas, no es más que la semejanza de las unas con las otras” (244). Esta versión ingenua de la teoría platónica, puesta en boca del joven Sócrates, le merece reparos al mismo Platón, pues entonces habría igualmente “ideas” de cosas en apariencia tan disímiles como el estiércol de las vacas o el óxido de los metales. Que una cosa, por ejemplo, participe de la idea de igualdad y al mismo tiempo participe de la idea de desigualdad o dicho de otra manera, que una misma cosa sea y no sea, que en ella encontremos igualdad y desigualdad, es algo que puede conducir a suponer que existe una idea de lo uno y al mismo tiempo otra idea distinta de lo múltiple. La reflexión final con la que Platón cierra su diálogo Parménides o de las ideas, es muy decidora de lo que acabamos de señalar: “/…/ que lo uno exista, o que no exista, él y las otras cosas, con relación a sí mismas y en relación de las unas con las otras, son absolutamente todo, y no son nada; lo parecen y no lo parecen” (308)[2].
    Sin embargo, quedémonos con la interpretación canónica que el mismo Platón lleva a cabo del mito y digamos más bien que el texto no se cierra con la ascensión sino que lo hace cuando el rehén liberado debe retornar a las sombras, descender a fin de anunciarles a sus compañeros la buena nueva encerrada en la paideia. Pero si la esencia de la caverna consiste en el reverso de la paideia, en la apaideousia, entonces la lucha entre el liberador que viene a anunciar el evangelio de la verdad y la luz con quienes se contentan con las simples sombras inanes se vuelve poco menos que inevitable. La cultura y la incultura, el imperio de la forma y lo amorfo deberán estar en guerra permanente, así como lo están la verdad y el error. No en vano Heidegger utiliza la palabra alemana Bildung, que se traduce como cultura y educación, para referirse a la paideia, mientras lo que impera en la caverna es la apaideousia.
    En la versión de Sergio Albano, se nos dice que “si tuviese que discutir nuevamente con los que habían permanecido en prisión, opinando acerca de las sombras mientras los efectos de la luz aún nublan su visión –y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse- ¿no se reirían de él, y no atribuirían a su visión perturbada el haberse elevado hacia lo alto, y que entonces no vale la pena intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían, si pudieran hacerlo, a quien intentara liberarlos y conducirlos hacia lo alto?” (II, 517ª).
    Por lo tanto, la liberación no se lleva nunca a cabo sin riesgos y el liberador debe estar dispuesto a afrontarlos todos. Es más: debe estar dispuesto a ofrendar su vida en pro de la verdad. Lo que acabamos de decir se cumple trágicamente en el caso de Sócrates, y Platón que es quien nos propone este mito lo sabía muy bien, cuando presenta la lucha entre la apaideousia y la paideia como una lucha a muerte y que puede culminar en la muerte del mismo liberador, víctima de semejante dialéctica.

La versión de Heidegger

    Dejaremos para más adelante lo que la tradición occidental ha dicho sobre la alegoría platónica, y nos centraremos en cambio en Heidegger, pues su versión del mito nos permite adelantar algunos elementos de juicio en relación con nuestra actitud frente al pos-modernismo.
    Heidegger empieza diciéndonos que: “La ‘doctrina’ de un pensador es lo tácito en su decir, a lo que el hombre está consignado para que por ello se prodigue” (7). Pues bien: vamos a denominar “lugares vacíos” a esto que constituye lo tácito en el decir de un pensador, es decir, a lo no dicho, y que nosotros, los interpelados justamente por ese decir estamos obligados a reflexionar acerca de lo que no se dijo en el momento de decirlo. Heidegger reflexionará, pues, sobre los lugares vacíos que va dejando el texto de Platón, y que para él constituyen lo tácito en el decir del pensador.
    La alegoría de Platón parece girar en torno a la dualidad presente entre las esencias de la paideia y la apaideousia. La interpretación que ofrece Sócrates no deja lugar a dudas sobre esto. Pero Heidegger ve en ello sólo una parte de la verdad, pues lo dicho muchas veces oculta algo que no ha sido dicho, y en ocasiones lo que no se dice resulta mucho más “trascendental” si se prefiere que lo efectivamente dicho.
    Según Heidegger, lo que se juega en la alegoría de Platón es nada menos que el estatus mismo de la verdad, o para decirlo de otro modo, que en el texto platónico asistimos a una metamorfosis en la esencia de la verdad que acabará sentando las bases de lo que a continuación se denominará como “meta-física”, “filosofía”, etc. Lo tácito en el decir de Platón, lo que no se dice en el texto platónico y que consecuentemente tiene que resultar inferido, sería la subordinación de la “verdad” a la “idea”, el paso aunque subrepticio de la aletheia a la orthotes, mediante lo cual se desplazaría del centro de atención del pensar el des-ocultamiento del ser que conduce al ente desde el estado originario de encubrimiento a la luz de lo desoculto y descubierto, por la concordancia o acuerdo que desde ahora deberá existir entre la inteligencia (nous) y lo que se constituye en objeto de intelección. ¿Cómo y dónde se opera esta metamorfosis y por qué debiese preocuparnos es lo que intentará responder Heidegger?
    Una aclaración previa: la doctrina de la adaequatio[3] nunca salió directamente de los textos de Platón o Aristóteles. ¿Significa lo anterior una arbitrariedad o un simple capricho de parte de Heidegger? En ningún caso. Lo anterior sólo prueba que la doctrina de la adaequatio se deriva como lo “tácito” que se encontraba ya presente en los textos platónicos o aristotélicos. Ciertamente que ni Platón ni Aristóteles hablaron nunca, explícitamente, de una “adecuación”, pero la doctrina en cuestión sí se contiene como lo que no está dicho en sus textos. Por eso Heidegger tiene razón, incluso en contra de sus críticos, para los cuales el que una cosa no esté dicha es suficiente para que dicha cosa no exista, al insistir en que la “doctrina” de un pensador no es lo que éste dijo sino más bien lo que se contiene en lo que realmente dijo.
    Heidegger insiste en que este paso se da todavía con cierta vacilación en el texto platónico, como intentando acceder a una especie de acuerdo entre el sentido primero de la aletheia como des-ocultamiento, y este sentido segundo que inauguraría la orthotes haciendo posible si se desea la transición desde la primera a la segunda.
    Veamos lo que nos dice Heidegger:
    “La historia que narra la alegoría de la caverna proporciona una visión de lo que ahora y en lo futuro será lo que propiamente acontece en la historia de lo humano acuñado por Occidente, o sea que el hombre piensa en el sentido de la esencia de la verdad, como justeza del pensamiento, todo ente de conformidad con las ‘ideas’, y estima toda efectividad conforme a los ‘valores’. Determinar qué ideas y qué valores son asentados no es lo solo y primordialmente decisivo, sino que en general lo real es pensado conforme a las ‘ideas’ y el ‘mundo’ sopesado según los ‘valores’.” (30).   
    Para decirlo de otra manera, el texto platónico nos narra una cuestión “actual” y de primerísimo orden, al contrario de quienes podrían creer que se encuentran en presencia de una “fábula” sin mucho interés aunque hubiese sido escrita por el poderoso genio poético de Platón. La “actualidad” de la alegoría consiste en que en ella asistimos a una “decisión” que afecta nada más y nada menos que a la “esencia” de lo que hemos venido dando en llamar la “verdad”. La “verdad” no será otra cosa, desde ahora en adelante, que la adecuación o el acuerdo que debe existir entre el intelecto y la cosa objeto de una intelección.
    Sin embargo “/…/ Lo que siempre sucede con el hombre histórico resulta de una decisión ya con anterioridad tomada, y que jamás reposa en el hombre mismo, sobre la esencia de la verdad” (30). En efecto: es siempre el ser lo que se está mostrando y lo que se está ocultando, permitiendo que los entes accedan al des-ocultamiento que los muestra en lo que son y como son. Por esta razón la “decisión”, en el fondo lo que se juega en esta “mutación” de la esencia de la verdad que se anunciaría en el texto platónico, no es otra cosa que la suerte o el destino de Occidente tanto por lo que dice relación con su presente como con el futuro.
    Pero ¿qué cosa es lo que se juega en este texto? ¿Qué de extraordinario sucede cuando se pasa de la verdad como des-ocultamiento a la verdad como adecuación? Heidegger nos responde: lo que sucede es que la aletheia queda ahora supeditada a la idea, pues mientras en la des-ocultación es el ente el que emerge de su estado de originario  encubrimiento a fin de acceder a la luz, en la adecuación la “verdad” va a estar radicada en el entendimiento, en la intelección, y las cosas sólo merecerán el ser consideradas como “reales” en la medida en que entre ellas y la inteligencia exista una correspondencia, un acuerdo. Dicho de otro modo: lo “real” para se considerado como real debe depender del acuerdo que exista entre la inteligencia y su objeto, porque de no existir “adecuación” no habría “verdad” y tampoco “saber”.
    La metamorfosis que se opera en Platón sienta las bases del pensamiento occidental al hacer de la “idea” el punto de partida, y toda la reflexión posterior se mostrará como profundamente platónica en la medida precisamente en que pretende alejarse de Platón tomando distancia de su metafísica. Para Platón, habría una Idea de las ideas y esa idea no es otra que el bien, el agathos, por lo que ahora lo “verdadero” sólo es en la medida en que concuerda con lo “bueno”. Pero lo bueno es aquello a lo que todo aspira y ninguna cosa se da por satisfecha sino en la medida en que posee o alcanza el bien que buscaba. Por eso es que Sócrates afirma que el bien no es una esencia sino mas bien una  sobre-esencia, ya que sobrepasa a esta última en dignidad y sublimidad.
    Una especie de malentendido recorre el sentido que preferentemente se le ha dado al bien en la tradición occidental, pues podríamos sentirnos tentados a creer que se trata del bien moral, de lo bueno para nosotros, cuando el sentido originario que encierra el agathos es enteramente distinto. ¿Por qué? En primer término, la famosa Idea de las ideas aparece tratada como el hontanar desde donde reciben el ser todas las demás ideas a fin de que lleguen a ser lo que deben ser, aquello a lo que las cosas de este mundo debiesen asemejarse en última instancia. En segundo término, si bien el texto platónico establece la comparación con el sol, mostrando como en uno o en otro dominio del ser lo que es fuente de luz debiera considerarse a la cabeza de todo lo existente, el agathos tampoco tendría el sentido moral que a menudo se le quiere adjudicar cuando se traduce lo anterior como lo “bueno”, olvidando su sentido primero eminentemente metafísico. Esa es la principal razón de por qué durante el medioevo la bondad fue tenida por un trascendental y Dios como el Bien de los bienes.
    Lo que se juega en último término en la alegoría de la caverna no es otra cosa que el destino de Occidente, tanto a nivel de su presente como de su futuro. Con Platón la verdad experimenta una primera mutación, porque del des-ocultamiento originario por intermedio del cual los entes emergen a la presencia desde su anterior estado de encubrimiento, pasamos ahora a la necesidad imperiosa de que la inteligencia (nous) concuerde con el objeto de su intelección para que pueda ser tenido algo por verdadero. Durante la época medieval que la inteligencia concordara con el objeto de la intelección se explicó de la siguiente manera: las cosas concuerdan con el entendimiento divino porque se adecuan a la idea o arquetipo eterno presente en la mente de Dios cuando Aquel hizo el mundo. Pero no sólo las cosas deben concordar con el entendimiento divino, sino que igualmente el entendimiento humano debe concordar con las cosas reflejando su verdad en el juicio. En la época moderna, por el contrario, el mundo debe mostrarse coherente con el juicio que el sujeto se hace de éste, pues la objetividad no significa otra cosa sino que el objeto sólo puede tenerse por tal en la medida en que responde al orden universal a priori que el propio sujeto le ha impuesto, cuestión que precede a cualquier experiencia. La verdad no significa concordancia o adecuación sino coherencia entre la idea que tiene el sujeto y la cosa misma. Ahora bien: dicha coherencia se explica fácilmente porque responde a un orden universal, a priori, que el propio sujeto le impone a las cosas. Lo que el sujeto finalmente conoce es obra suya y nada más obvio que aquello que resulta del orden universal instaurado por el sujeto sea coherente con dicho orden.
    Con Platón y Aristóteles, se inaugura la metafísica onto-teo-lógica, pero con el advenimiento de los tiempos modernos la metafísica se convierte en una onto-ego-logía (Descartes). Sin embargo, sea que la metafísica se vea sometida al yugo de la substancia; sea que se someta al yugo del sujeto, en ambos casos, la verdad ha cambiado de signo experimentando una decisiva mutación. De hecho, la inversión de la metafísica llevada a cabo por Nietzsche lejos de representar una superación de la primera no hace otra cosa que consumar el destino que se deja entrever como consecuencia del imperar de la técnica, sobre todo en esta era marcada por el nihilismo y la colonización del planeta por parte de la técnica.
    Heidegger (2009) hace notar que “Lo distintivo del pensar metafísico –que busca el fundamento del ente- es que, partiendo de lo presente, lo representa en su presencialidad y lo muestra, desde su fundamento, como fundado” (78).
    En una página antes, Heidegger declara enfáticamente:
    La Filosofía es Metafísica. Ésta piensa el ente en su totalidad –mundo, hombre, Dios- con respecto al Ser, a la comunidad de entes en el Ser. La Metafísica piensa el ente como ente, en la forma del representar que fundamenta, porque desde y con el comienzo de la Filosofía, el Ser del ente se ha mostrado como fundamento (arjé, aition, principio). El fundamento es aquello por lo cual el ente, como tal, en su devenir, transcurrir y permanecer, es lo que es y cómo lo es, en cuanto cognoscible, tratable y laborable.” (77-78)

Educación después del nihilismo y ética de lo trágico.

    Nuestra lectura aboga por retornar a la oposición entre paideia  y apaideousia por una parte, y por la otra, se centra en el acontecimiento que marca nuestra época como es la muerte de Dios. La versión de Heidegger puso su énfasis en la mutación que experimenta la verdad al modificarse el sentido originario de la aletheia (des-ocultamiento, desvelamiento) la que ahora queda desplazada por la idea. Nosotros por nuestra parte preferimos centrarnos en la experiencia del vacío y de la progresiva pérdida del sentido que parece caracterizar de un modo preferente a lo que se acostumbra en denominar como “pos-modernidad”.
    Decimos que tanto la experiencia del vacío como el extravío del sentido no son sino manifestaciones episódicas de un fenómeno mucho más hondo y abarcador que sobrepasa las distintas expresiones que lo acompañan. Así por ejemplo, el vacío, la orfandad, el abandono, la carencia, la privación, son sólo manifestaciones de “algo” que va mucho más allá de lo anterior y que no se confunde de modo alguno con la aparente defección que experimenta el sentido en la llamada era posmoderna. Es más: podría ser que la aparente adolescencia de un sentido no encerrara otra cosa que una exuberancia de significación en otros aspectos.
    Pero no nos adelantemos y desarrollemos nuestra interpretación de la alegoría platónica que en sí es distinta tanto de la versión tradicional como de la que propone Heidegger.
    La versión tradicional se centra en el símil que se establece entre el sol, como el soberano del mundo visible, y la famosa Idea de las ideas o Idea del Bien, monarca en la región de lo inteligible. La diferencia que existe entre nuestra versión y la lectura tradicional radica justamente en que, a juicio nuestro, no hay un “afuera” de la caverna, no existe en pocas palabras un “Bien” con mayúscula del cual derívense todos los demás bienes y se enderecen como a su causa última. Dicho de otro modo: la única paideia que todavía es posible es aquella que se da al interior de la caverna, entendiendo que cuando hablamos de un “interior de la caverna” lo hacemos conscientes de las trampas que nos puede tender el lenguaje, pero también plenamente conscientes de que no podemos prescindir de él.
    ¿Significa, pues, que renunciamos a reivindicar la lucha por el bien y la belleza como el objetivo de una ética conformándonos con el cinismo o el pragmatismo? Respondemos diciendo que en ello radica lo trágico de esta ética, a saber en que reconoce que no hay un “Bien”, ni un “afuera” de la caverna, lo que no significa de ningún modo alegre conformidad, despreocupada apatía e indiferencia narcisista (Lipovetsky 2002). ¿Por qué hablar precisamente de una ética de lo trágico? Porque hace de la rebelión un imperativo categórico negándose a aceptar que el cinismo sea desde ahora en adelante el único amo y señor de este mundo donde ha desertado todo sentido y ya nada parece importar. Hablamos de “imperativo categórico” no en su sentido kantiano, pues a diferencia de Kant la máxima en que se inspira dicho imperativo brota de la indignación, un “sentimiento patológico” en el lenguaje del filósofo germano, o sea, tendría un fundamento empírico y por demás contingente. Ahora bien: ¿por qué hablar de indignación y contra qué se dirige esta indignación? Respuesta: la indignación se dirige contra la deserción de todo sentido, de toda significación, pues reconoce en la búsqueda del sentido la clave para entender la historia (Holzapfel 2005) pero por sobre todo podemos y debemos hablar de indignación porque nos negamos a hacer de la indiferencia y la exaltación del ego la única ley a la que deba someterse el individuo de aquí en adelante. La ética de lo trágico le dice no tanto al nihilismo como al pos-modernismo, y de ambos toma distancia, pues no renuncia a su misión como una ética que es.
    Esta rebelión de la que hablamos aquí es “metafísica”, y en palabras de Camus (2003) “es el movimiento por el cual un hombre se alza contra su situación y la creación entera. Es metafísica porque discute los fines del hombre y de la creación” (27). Para Camus, el prototipo del rebelde es Prometeo, y su figura literaria más prominente la constituye Sade.
    Nuestra diferencia con Camus radica sin embargo en la relación que se puede establecer entre el nihilismo y la rebelión: para el primero, la rebelión y el nihilismo se oponen, aparecen como antitéticos, entendiendo por “nihilismo” “la impotencia para creer”, “la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece” (67). Para nosotros, en cambio, el nihilismo y la rebelión son lo mismo, llamando “nihilista” a ese movimiento del espíritu que se rebela contra su condición creatural, de radical e irresoluble finitud. Esto mismo es lo que nos separa de la versión más “optimista”, positiva si se desea, del nihilismo, que presenta Vattimo (2004), pues a juicio nuestro la lectura que hace el filósofo italiano del nihilismo y de la era posmoderna peca de insuficiente, ya que no se hace cargo de la dimensión trágica que conlleva el nihilismo y que se lo otorga precisamente el ser una rebelión metafísica que ve en la muerte de Dios un acontecimiento definitivo e insuperable.
    ¿En qué sentido le dice “no” esta ética de lo trágico al nihilismo y al pos-modernismo? ¿No es acaso una contradicción cuando unas pocas líneas más arriba afirmábamos esto e inmediatamente después aparecíamos identificando el nihilismo con la rebelión? El nihilismo es el movimiento mediante el cual el hombre dice “no” a su condición de mendacidad metafísica negándose a reconocer una creación donde sufren los inocentes y los niños son torturados (Camus 1985). El nihilismo es el punto de partida de la ética que afirmamos en este artículo pero no su punto de llegada, pues no basta con negar sino que debe también afirmarse algo, y el “algo” a afirmar es la dignidad humana en oposición a su miseria, el bien en contraste con el mal, y la belleza en abierta negación a la fealdad y deformidad. Pero también una ética de lo trágico le dice “no” al pos-modernismo, pues se niega a reconocer en la indiferencia apática, resultante del estallido de lo social, y el consecuente narcisismo del Yo abandonado a sí mismo, las únicas fuerzas niveladoras de lo humano.
    Las consecuencias que tiene lo anterior en nuestra lectura de la alegoría de la caverna pueden resumirse como sigue: en primer lugar, nosotros estamos por rehabilitar la tan vilipendiada “opinión”, lo que podríamos dar en denominar como la “sabiduría de la caverna”, en oposición a la “ciencia”, a la dialéctica defendida por Platón y presentada por Sócrates en su alegato como la verdadera ciencia. Dicho de otra manera: la filosofía desde sus inicios se ha venido distanciando de lo que en el lenguaje de Parménides, el padre de la metafísica occidental, se ha dado en llamar la “vía de la opinión” (o también del no-ser) que siguen aquellos “hombres bicéfalos”[4] que por una parte se atienen al testimonio de los sentidos y por otra parte pretenden obedecer a la razón. La vía seguida por la filosofía es la opuesta, la vía la de la verdad, la vía regia transitada por la ciencia, y todo lo que no entra dentro de esta vía de la verdad se tiene por mera “opinión”. Pero en segundo lugar rechazamos toda la antítesis que se establece en la alegoría entre la esencia de la apaideousia y la esencia de la paideia. Eso quiere decir que rechazamos también la cuádruple división en cuatro moradas que encontramos en la alegoría y que consecuentes con nuestro designio de rehabilitar la sabiduría de la caverna creemos igualmente que debe rehabilitarse el mundo crepuscular de las sombras que parece gobernar al interior de la caverna. No hay más paideia que aquella que se da al interior de la caverna así como no existe más “realidad” que aquella que nos muestran las sombras. Lo anterior significa entre otras cosas que no podemos aceptar de ninguna manera que la verdad sea tenida como aquella adecuación que debe existir entre el entendimiento que juzga y la cosa juzgada. No hay adecuación o concordancia ni podría haberla tampoco porque no existe ningún original ontológico con el que pueda y deba concordar el entendimiento.
    Debe entenderse que cuando hablamos de “entendimiento” lo hacemos respetando el espíritu que a estas expresiones le otorga la escolástica. Entendimiento, pues, no quiere decir ni mucho menos lo que posteriormente se denominó como conciencia o autoconciencia. La antigua escolástica designa con el término “entendimiento” nuestro decir verdadero acerca de las cosas, y reconoce en el juicio el lugar donde la verdad tiene a bien morar.
    Decimos que no existe el original ontológico con el que deba concordar nuestro entendimiento y eso trae algunas consecuencias importantes para nuestro cometido. Al rechazar la versión de las cuatro moradas rechazamos igualmente la metafísica sobre la que se constituye esta versión. Eso significa que lejos de oponer realidad y apariencia decimos que lo mismo son la realidad que la apariencia y que más allá de las sombras de la caverna nada hay. La alegoría se articula sobre varias parejas de contrarios, una de ellas es la pareja de luz y sombra, pero no existiendo ningún original ontológico lo único que existe son las sombras. Cuando decimos que no existe ningún original ontológico estamos entendiendo en sentido estricto el mundo de las ideas, de los arquetipos eternos, en base a cuyo modelo existen las cosas visibles. Pero al no existir ningún mundo verdadero eso trae como consecuencia que sólo subsistan las sombras o las apariencias.
    El nihilismo[5] significa la muerte de la substancia, sólo hay lugar para el devenir; pero este devenir se encuentra condenado a devorarse a sí mismo, puesto que no hay plenitud ni alguna clase de absoluto esperando por él al final del camino. Esa es la razón de por qué tomamos distancia del nihilismo, pues para nosotros una educación más allá del nihilismo sólo puede entenderse como una educación desde el interior de la caverna, dado que nos tenemos prohibida cualquier esperanza de una salida hacia una especie de exterioridad. Pero lo anterior no significa rendirnos frente al nihilismo, pues dijimos también que esta sabiduría de la caverna reviste la forma de una ética de lo trágico, la que reconociendo la ausencia de un Bien supremo y aceptando que sólo queda lugar para lo relativo, se niega a abandonarse a la conclusión catastrofista que afirmaría que dado que Dios ha muerto, entonces todo estaría permitido. La ética de lo trágico afirma que no todo está permitido y que la lucha por el bien y la consecuente resistencia al mal continúa siendo un deber aunque ya no reciba una sanción trascendente.
    La ética de lo trágico rechaza en todo caso la indiferencia apática de que da muestras el individuo narcisista una vez que ha estallado lo social y la res pública se disuelve en un vacío flotante.
    No comparte el diagnóstico, certero en todo caso, que realiza Lipovetsky (2002) al respecto, cuando distingue el desierto del nihilismo de este otro desierto que caracterizaría a la sociedad posmoderna: “Un desierto paradójico, sin catástrofe, sin tragedia ni vértigo, que ya no se identifica con la nada o con la muerte” (35). Lipovetsky tiene razón, pero al mismo tiempo, no la tiene. La tiene, pues lo que llamamos pos-modernidad no puede confundirse con el nihilismo, ni con el nihilismo pasivo ni tampoco con el activo; tampoco constituiría una especie de nihilismo incompleto, pues no compensa nada ni se muestra nostálgica de ninguna cosa. En ese sentido, entenderemos la condición posmoderna como el resultado de un proceso complejo al que se encuentran sometidas las sociedades democráticas, y que Lipovetsky llama “proceso de personalización” (5). El narcisismo no sería sino el propio proceso de personalización que conduce a que el individuo posmoderno, una vez liberado de las trabas tradicionales que la cultura represiva le imponía, se transforme en rey sin más referente que él mismo. Pero se equivoca, pues al igual que Vattimo lo hace con el nihilismo, también Lipovetsky intenta pensar lo positivo que tendría este nuevo proceso de personalización ignorando los elementos de tragedia que encierra.
    ¿Por qué hablar de tragedia y sobre todo qué clase de tragedia puede encerrar una época como la nuestra que se caracteriza por intentar suavizar el peso de la existencia haciéndola perceptiblemente más liviana y fácil? Puede y debe hablarse de una tragedia porque el sujeto de la pos-modernidad ya no conoce ningún referente desde el que poder situarse quedando abandonado a sí mismo. Pero ese sujeto que no reconoce referente alguno, pues todos los referentes que había o han desaparecido o bien pierden cualquier credibilidad que todavía pudiera quedarles, se convierte ahora en su propio referente. Cuando hablamos de “referente” nos referimos a aquellas instancias privilegiadas que en algún momento sirvieron para otorgarle legitimidad a la sociedad occidental. Entre esos referentes podemos mencionar a la iglesia, el partido, el proletariado, la república, el pueblo, etc., y todos ellos se veían acompañados por una especie de aureola de misterio que se articulaba en torno a algún “relato”. Sin embargo tanto los referentes mencionados como sus respectivos relatos han entrado definitivamente en crisis experimentando la bancarrota espiritual más absoluta. El sujeto posmoderno que se ve enfrentado a la defección de los grandes relatos, a la caída de los referentes que en algún momento le sirvieron como instancia legitimadora otorgándole sentido a su existencia, debe asegurarse ahora él mismo un sentido que ya no puede remitirse a ninguna clase de “trascendencia” ajena a la inmanencia en la que se ve condenado a tener que existir. Se invierten los papeles y el infierno no son ya los otros, pues la pos-modernidad ha hecho que desaparezcan todos esos otros quedando el sujeto abandonado a su propia soledad. Pero esta soledad se vuelve intolerable, pues al no verse acompañada por ninguna instancia trascendente se torna imposible para el sujeto que la sufre. Luego el infierno soy yo mismo para mí mismo. ¡He aquí la tragedia! El sujeto abandonado a sí mismo no se soporta, pues todos los espejos le devuelven su misma imagen multiplicada hasta la saciedad y esa imagen es ahora la caricatura monstruosa de lo que en algún momento se consideró que era el individuo soberano, libre y dueño de su destino.
    La educación después del nihilismo sólo puede contar con la sabiduría de la caverna la que no reconoce otra instancia que la de la opinión. No habiendo ningún “en sí”, prescindiendo de cualquier esperanza en una especie de trasmundo que nos remita a unas “esencias” a las que no tenemos acceso, sólo nos quedan las sombras que en ningún caso deben interpretarse ligeramente como una referencia literaria al error o lo que no sería sino lo mismo, al no-ser. En nuestra lectura, las sombras hacen mención a la inseguridad que acompaña toda empresa humana en un mundo despojado de fundamento metafísico, a la necesaria cuota de incertidumbre de la que no es posible escapar.
    La “opinión” no significa en todo caso arbitrariedad, ni menos que todas las interpretaciones sean legítimas, pues hemos hablado más arriba que la lucha por el bien y la belleza sigue siendo un imperativo aún cuando no exista ningún “bien en sí”, ninguna “verdad en sí”.        
    La ética de lo trágico en cuanto fundamento de una educación después del nihilismo arranca de una rebelión metafísica que encuentra en la indignación su corolario natural. Rebelión, porque se niega a aceptar el sufrimiento de los inocentes como la condición sine qua non para que resplandezca la belleza de la creación, y también porque de la mano con lo anterior, estima su deber anunciar con palabras de Camus (2003) que “en vez de matar y de morir para producir el ser que no somos, tenemos que vivir y hacer vivir para crear lo que somos” (234). Por eso el reconocer que no hay un “bien en sí” o una “verdad en sí” no significa que todo dé lo mismo y que cualquier interpretación es legítima.
    Sócrates y Platón descalifican la sabiduría de la caverna, pues para ellos “no hay duda /…/ que tales hombres consideran que lo verdadero no es otra cosa que las sombras proyectadas por aquellos objetos fabricados” (VII, 515c). Es aquí donde se separa nuestra interpretación de la versión tradicional, pues para nosotros no hay más “realidad” que aquella que nos muestran las sombras al interior de la caverna, mientras que en la lectura clásica la “realidad” la constituyen las cosas de afuera, los objetos y el sol, símil de la famosa Idea de las ideas, del Bien. Lo anterior significa que no existe ningún original ontológico, ningún trasmundo habitado por esencias que en caso de llegar a existir no se encuentran a nuestro alcance, no habiendo más “realidad” que las sombras y más sabiduría que aquella que se manifiesta en la caverna.
   
Conclusión

    Una educación después del nihilismo implica reconocer que no hay más “verdad” que aquella que se muestra en la caverna, pero lejos lo anterior de significar que tenemos que resignarnos al cinismo sirve de acicate para que, asumiendo la sabiduría trágica que se vive al interior de la caverna, hagamos de la lucha por el bien y por la belleza la tarea primordial de esta educación. Denominamos a esto una “ética de lo trágico”, y consecuentes con lo anterior, tomamos distancia tanto del nihilismo como de la pos-modernidad. Del nihilismo, porque la pura y simple negación no basta; se hace necesario igualmente afirmar “algo”. Lo que se afirma en esta ética de lo trágico es el derecho de los sufrientes a ser recordados, a que no caiga sobre ellos el pesado manto del olvido. De la pos-modernidad, porque la afirmación de los derechos del individuo tampoco basta, ya que significa a menudo olvidar que semejantes derechos fueron conquistados al precio de la sangre de otros. La ética trágica se niega a aceptar que lo anterior sea el precio a pagar por la modernidad y declara que los muertos no están muertos realmente ni olvidados mientras quede alguien que recuerde su sacrificio.
   
Bibliografía

1.) Camus, Albert, 2003, El hombre rebelde, Editorial Losada, Buenos Aires, Argentina.           

2.) 1985, La peste, Editorial Ercilla, Santiago de Chile.

3.) Giannini, Humberto, 1989, Breve historia de la filosofía, Editorial Universitaria, Santiago de Chile. Octava edición.

4.) Heidegger, M., 2000, La doctrina de Platón acerca de la verdad, Ediciones de la Facultad de Filosofía y Educación, Universidad de Chile, Santiago de Chile.

5.) 2009, El final de la filosofía y la tarea del pensar, en Tiempo y ser, Editorial Tecnos, Madrid. Cuarta edición.

6.) Holzapfel, Cristóbal, 2005, A la búsqueda del sentido, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile.

7.) Lyotard, J. F., 1987, La condición posmoderna, Editorial Cátedra, Madrid, España.

8.) Lipovetsky, G., 2002, La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo. Editorial Anagrama. Barcelona.

9.) Nietzsche, Friedrich, 1994, Crepúsculo de los ídolos o como se filosofa a martillazos, Alianza Editorial, Madrid, Notas a cargo de Andrés Sánchez Pascual.

10.) Sófocles, 1999, Tragedias, Editorial Edaf, Madrid, España. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Undécima edición.

11.) Platón, 2005, La República, Editorial Gradifco, Buenos Aires, Argentina. Traducción y notas a cargo de Sergio Albano.

12.) 2009, Diálogos, Editorial Edaf, Madrid, España. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Vigésima octava edición.

13.) Vattimo, G., 1986, El fin de la modernidad, Editorial Gedisa, Barcelona. Primera edición.

14.) 2004, Creer que se cree, Editorial Paidós, Barcelona.


· Magíster en Estudios Latinoamericanos mención filosofía, Universidad de La Serena. Profesor de las cátedras de Filosofía Educacional y Construcción del Conocimiento. Universidad de La Serena. fil.educa@gmail.com.
[1] La cita que pertenece a la obra Áyax, la hemos tomado de la versión al español de las Tragedias de Sófocles, preparada por la Editorial Edaf, Madrid, 1999, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca.
[2] Las cursivas son nuestras. Las crípticas palabras de Platón ilustran a la perfección lo que decimos acerca de la dialéctica de lo uno, de si existe o no existe, de si participa del ser o no lo hace. Según Platón, quien se disfraza tras la figura del viejo Parménides, lo uno es y no es, participa del ser y no participa.
[3] Tomás de Aquino (De Veritate, cuestión 1, artículo 1)  rastrea los orígenes de esta doctrina en Isaac de Israel, filósofo hebreo que habría vivido en Egipto, durante el siglo VIII, y también en Avicena quien toma la anterior doctrina del primero, advirtiendo además que en los textos de lógica y hasta en los de metafísica es frecuente que Aristóteles vacile entre la admisión de la necesaria correspondencia que debe existir entre la inteligencia y el objeto de intelección de la misma, como esencia de la verdad, y el sentido originario de la aletheia como des-ocultamiento.
[4] Es la designación que les concede Parménides, pues pretenden servir a dos amos –la razón por un lado, y los sentidos por el otro, encerrando ello una contradicción manifiesta- lo que a la larga los obliga a seguir la vía de la opinión que todo lo discute y nada tiene por cierto, en oposición a la vía de la verdad, la única que conduce a la auténtica sabiduría.
[5] Por eso que cuando decimos unas páginas antes que la “esencia” del nihilismo es la rebelión debe aclararse que no entendemos de ninguna manera dicha “esencia” en su forma clásica. Esencia no significa, pues, aquello que hace que una cosa sea lo que es y no otra cosa. Dicha “esencia” constituye, en el decir de Heidegger, la “esencia in-esencial”, en clara oposición a la “esencia verdaderamente esencial”. Con el perdón de los lógicos, para los cuales parecerá paradójico que pueda hablarse de una “esencia esencial”, y con razón por lo demás, para Heidegger en cambio la “esencia esencial” es aquella dominancia que hace posible que el ente acceda al des-ocultamiento, se muestre a la luz. La “esencia esencial” es histórica, vale decir, es inseparable del acontecer y no remite por ello a una especie de trasmundo como remedo de un platonismo mal asumido. Decir, pues, que la “esencia” del nihilismo es la rebelión no significa traicionar lo que se ha dicho previamente, porque el devenir no desemboca tampoco en un ser ni en otra forma de plenitud sino que se condena a devorarse a sí mismo.